Against the Poetic Avant-Garde.

Wednesday 22 August 2012

21 de Agosto, aniversario.

Cejas infinitas como las que le imagino a Don Quijote y un mostacho, de esos proverbiales, a medio camino entre el de Clark Gable y el de Nietzsche. Y un gran silencio. Así era mi abuelo. Su silencio lo recuerdo tan grande que no tenía fronteras; un silencio tejido en su chaleco circunspecto y en su corbata misteriosa; no hay otra forma en la que puedo recordarlo. Dicen mis primos que conversaban con él y que se reía con Cantinflas y que recuerdan las últimas palabras que les dijo; palabras que, seguramente, ya no decían mucho pero describían su alma: no existe forma de hablar más sublime. Cuando veo sus fotos o me acuerdo de las navidades en su casa o pienso en esas mañanas de sábado de clases de pintura, no oigo su voz: no sé distinguirla del sonido de la brocha por el lienzo o del cerrar de la alacena en donde el rompope se escondía. Mi Padrino de Confirmación y sólo nuestros pasos andando por la Iglesia. Un día de Noche Buena le marqué desde Alemania para contarle lo que había visto en un museo y él me describió al detalle el Ecce Homo de Durero, pero no recuerdo sus palabras, solamente el frío germano en un puente sobre el Isar.

Hace años entendí que soy incapaz de acordarme de la voz de mi abuelo porque Rafael no era mi abuelo, mi abuelito. Fue mi Maestro. Con mayúscula. Uno de esos guías que te muestran los caminos en los montes escarpados, que abren paso en la maleza, que te dicen que sólo un poco más allá habremos de descansar el cuerpo por un rato. Un Maestro largo como una vida larga en dos siglos distintos. Maestro del mostrar, de la enseñanza que ha subido la escalera del Tractatus y despliega sin nombrar. Un hombre de Ciencia, un médico, que vivía como Poeta: tocaba vidas y ya nunca eran las mismas.

Recuerdo a mi primo Arturo queriendo ser doctor porque él lo era. Recuerdo carboncillos desgastados mientras el retrato no saliera, refranes cervantinos hilados siempre entre unas copas, ir a verlo a que aprobase el poema que yo declamaría pasado mañana en el concurso de la escuela; antes de operarme, sus ojos llenándome de calma. Su calma. Esa clase de Maestro.

Para mí fue una Pitia de Delfos, un Karatheodori, un Baumgarten.

Yo nunca tuve un abuelo que me hablase. En estas memorias borrosas que tengo de un hombre, escucho a alguien que, seguramente, callaba decepciones y con su mano en mi espalda me mostraba caminos que ya luego yo exploraría cuando él no estuviera.

No sé si está mal envidiarle a mis primos la oportunidad que tuvieron de tenerlo tan cerca al final; ellos, además de conocer al Maestro que yo conocí, conocieron más, mucho más de él. En lo que escriben noto una cercanía sagrada: estuvieron ahí cuando su Sol se ponía. Añoran su presencia humana, la buscan y tienen la esperanza de que, en algún momento, en un futuro distante, se reúnan con él para charlar en un desayunador y reír juntos. Yo no tengo eso, no siento eso, por eso mis palabras no tienen la profundidad, la emoción, que tienen las de ellos cuando escriben sobre el Abuelo.

Les envidio eso, en verdad se los envidio. Yo sólo tengo una cosa infinita que un Maestro una vez me dijo, desde el otro lado de un teléfono, cuando yo estaba parado en un puente sobre el Isar:

“Descubre el Mundo. Sé excelente”.